Vodafone despedirá a la cuarta parte de su plantilla y lo justifica en la dura competencia de otras telecos. Y Día, en la "guerra de los súper", despedirá a 2.100 empleados. Muchas empresas han despedido o cerrado antes, porque no resisten las ofertas de bajo coste y la competencia de las plataformas por Internet: comercios, librerías, prensa escrita, líneas aéreas, bancos, hoteles, restaurantes…Dicen que “el progreso” es imparable y que “no se puede poner puertas al campo”. Pero el problema es que esta economía “low cost” y estas ofertas digitales conllevan unas condiciones laborales penosas y precarias, con sueldos de miseria para los jóvenes. Es lo que llaman “feudalismo digital”. Cómo será que todos los grupos políticos se han puesto de acuerdo en el Congreso para aprobar juntos (algo inaudito) un texto que pide al Gobierno, sindicatos y patronal que aprueben normas laborales para la economía digital , que utiliza “esclavos digitales” sin derechos, además de no pagar impuestos ni cotizar apenas. Nueva economía sí, pero con empleos “decentes”.
enrique ortega |
Todo empezó con la globalización de la economía, a finales del siglo XX, que trasladó muchas producciones a Asia, Latinoamérica y África, para aprovechar los bajos costes laborales y de las materias primas, en perjuicio de los empleos en Europa y Norteamérica. Y así, nos empezó a parecer normal comprar camisetas a precio de saldo hechas en Bangladesh o TV en color y móviles fabricados en Corea o China, con obreros en semiesclavitud o incluso niños. Era el precio de un consumo masivo y barato: explotar a los paises emergentes.
Esta filosofía se transmitió a Occidente, tras la gran
recesión de 2008, y las empresas se lanzaron a ofrecer productos y servicios “low cost”,
tirando precios, desde tarifas de móviles a bancos online o billetes aéreos. Y
en paralelo, desde 2010, se han multiplicado las plataformas de servicios por
Internet, que lo mismo te ofrecen un libro, cualquier artículo
comercial, una comida, un transporte o un apartamento. Y todo ello, apoyado en una Web que pone en contacto clientes y
proveedores y que utiliza pocos empleados
pero que trabajan en condiciones precarias y con salarios de miseria.
Los llaman “los jornaleros digitales”, miles de jóvenes que trabajan
aislados, sin conocer a sus jefes, que “mandan”
vía móvil.
El concepto economía
de bajo coste (“low cost”) ha
contagiado a toda la economía tradicional, desde la alimentación
(“marcas blancas”) hasta los viajes, la telefonía, el turismo o la banca
(“online”, sin oficinas), presionados todos los sectores por unos consumidores que cada vez piden “más por menos”, que tratan de no renunciar a nada (a un móvil, a
un viaje, a un apartamento, un taxi o informarse) aunque sean “mileuristas”. Y se cambian de las
empresas clásicas (desde un periódico en papel a un gran almacén, una librería
o un hotel) a plataformas o empresas nuevas (Amazon, Ryanair, Airbnb o Uber),
aunque pierdan calidad en el
servicio y tengan que viajar sin maletas o no tener nadie a quien reclamar o
lea mentiras. Precio, precio, precio. Es lo único que importa. Y si parece medio gratis, mejor.
El coste de esta
economía low cost, además de perder calidad y servicio, es el coste laboral que sufren los
trabajadores de esas empresas. Porque para bajar precios han de reducir
costes y el más sencillo es el laboral: recortar sueldos primero y plantilla después.
Es lo que va a hacer Vodafone,
agobiado por la competencia de las ofertas low cost en móviles e Internet: va a
despedir en marzo a 1.200 trabajadores, un 24% de la plantilla, al que seguirán otros en Orange y Movistar, antes o
después. Y eso después de que las telecos hayan perdido 14.000 empleos
desde 2010 (11.000 Movistar, 2.400 Vodafone en dos ERES anteriores, en 2013
y 2015, y 430 Orange), para afrontar la guerra de tarifas permanente. Lo mismo
ha pasado en banca, que ante el auge
de la banca online y los nuevos competidores, ha cerrado18.000 oficinas (1 de cada 4) y reducido
89.500 empleos (1 de cada 3). Y en las líneas
aéreas, agencias de viajes, hoteles, librerías, periódicos o comercios,
tras el empuje de empresas o súper “low
cost” y plataformas de Internet (en especial, Amazon). Y ahora, "la guerra de los súper" y las "marcas blancas", acaba de provocar la quiebra técnica y 2.100 despidos en la cadena Día.
Lo más llamativo, aparte de la transformación de negocios tradicionales en empresas “low cost”, es la proliferación de la “economía colaborativa”, lo que se ha dado en llamar “gig economy”: economía de los
pequeños “encargos”, donde se han creado “plataformas digitales” que intermedian entre el cliente y proveedor,
ofreciendo todo tipo de productos y servicios a bajo coste. Una “nueva economía” en la que ya participa
un 20% de la población activa en Estados Unidos o Europa, según un informe de McKinsey. Y que en España utilizan ya más de 3 millones de clientes (el triple que en 2016), facturando
643 millones de euros en 2016, según un informe de ADigital. Y donde
trabajan ya 14.000 personas, sobre todo jóvenes, muchos compatibilizando
este trabajo con sus estudios o con otro empleo. Sólo en el reparto de comida a
domicilio hay 32.000 restaurantes adheridos. Y miles de españoles usan cada día
Uber o Cabify o compran por Amazon o alquilan por Airbnb.
La mayoría de consumidores
están “encantados” porque estas
plataformas les aportan productos y servicios rápidos y con bajos precios. Y no sabían lo que hay detrás hasta que no se produjeron
las primeras manifestaciones de repartidores (“riders”) de Deliveroo en Barcelona, en julio de 2017, las huelgas de pilotos
de Ryanair en toda Europa el verano pasado o la primera huelga de Amazon (Black Friday de noviembre 2018), que han revelado lo
que hay detrás de esta nueva economía: algo muy viejo, la
explotación laboral de siempre, el
llamado “feudalismo digital”, unas
condiciones laborales recientemente denunciadas por la OIT (Organización internacional del trabajo): ausencia de
contratos, enorme precariedad laboral, jornadas sin límite y salarios de miseria, que
sufren sobre todo los jóvenes.
El problema de fondo
en estas nuevas “plataformas de servicios” es la notable desigualdad de poder entre los trabajadores y la empresa
que hay detrás, que impone sus condiciones de trabajo: no
hay relación física ni contrato (la mayoría les obliga a registrarse como
autónomos y hasta poner su bici o coche) pero sí un control rígido del trabajo,
imponiendo horarios, ritmos, tiempos y condiciones, sin ninguna protección
social ni medidas preventivas de accidentes. Y todo ello para conseguir unos
ingresos mínimos, totalmente aleatorios, que implican trabajar cualquier día y
a cualquier hora, por 3 ó 5 euros la entrega, Y con la amenaza de las valoraciones de los clientes (muy “aleatorias”) y muchos casos de discriminación por
género, etnia o contestación sindical, según un análisis de las condiciones de trabajo hecho por CCOO.
La base de la “nueva economía” está en la “desregulación del trabajo”
y un mínimo peso de los sindicatos y la protección del Estado, según señala el experto Peter Fleming. Estamos ante “una
vieja forma de explotación” envuelta en un halo de “innovación”, empresas
que aprovechan las enormes tasas de paro juvenil (33,4% en 2018), los llamados “jornaleros digitales”, y el afán consumista de una generación de “mileuristas” que piden productos y
servicios sin importarles el sacrificio laboral que hay detrás (como cuando
compramos ropa barata hecha por mujeres hacinadas en fábricas de Bangladesh).
Pero la nueva economía no
sólo comporta precariedad laboral,
también una evidente pérdida de calidad
en los productos y servicios (como se ha visto en los vuelos low cost:
retrasos, cancelaciones y cobro por maletas) y una enorme dificultad para
reclamar. Pero además, la economía “low cost” causa una situación de abuso y perjuicios a los proveedores locales, a los que someten a una
dictadura de precios y condiciones (véase Mercadona). Y provoca una “competencia desleal” que obliga a cerrar muchos negocios que mantienen empleos
decentes, cumplen normas más estrictas y, sobre todo, pagan impuestos.
Porque otra característica de esta “nueva economía” es que pagan pocos impuestos, o bien porque los
“eluden” a través de ingeniería fiscal (utilización de empresas pantalla o terceros
paises donde facturan sus servicios o directamente paraísos fiscales) o bien
porque cometen fraude y esconden ingresos
(como las plataformas de alquiler de apartamentos). El resultado es que Amazon, por ejemplo, no facilita cifras
de ventas en España y sólo paga 4 millones en impuestos de sociedades aquí, mientras ha triplicado sus beneficios mundiales en 2018 (10.0078 millones de dólares).
Y Uber declara que gana en España sólo
163.500 euros, por los que pagó 53.800 euros de impuestos en 2016. No es sólo
que paguen pocos impuestos, es que además, muchas apenas cotizan a la Seguridad Social, porque “no tienen
trabajadores”, trabajan con autónomos (“falsos autónomos”), que también cotizan
poco.
En los últimos dos años, varias plataformas digitales han acabado en los juzgados y ya hay
sentencias
que echan por tierra su “modelo laboral”. En diciembre de 2017, el Tribunal de Justicia de la UE calificó a Uber
como “una empresa de transporte”, no un mero intermediario de servicios,
mientras en Gran Bretaña, un Tribunal dictó que los conductores de Uber debían
ser asalariados. Y un Juzgado de Valencia emitió en junio de 2018 la primera sentencia contra Deliveroo, señalando la “laboralidad” de sus
riders (son "falsos autónomos") y que no es solo una plataforma de encuentro de clientes y proveedores
sino “el centro del negocio”, el
“jefe”, que da instrucciones, reparte zonas, marca horarios
y paga por los envíos. Sin embargo, un segundo Juzgado de Madrid acaba de sentenciar, como otro en septiembre, que los trabajadores de Glovo son autónomos.
Los sindicatos
europeos están muy preocupados por la enorme precariedad de estos “nuevos
trabajadores digitales”. Y así, los sindicatos de Alemania, Austria, Dinamarca
y EEUU suscribieron en diciembre de 2016 el Documento de Frankfort, donde plantean la necesidad de organizar la defensa de los “online
workers” en un entorno digital y multinacional, mientras la Confederación Europea de Sindicatos exige respetar la legislación laboral y la
protección social de estos trabajadores. Y ya existen ya plataformas y foros de defensa de sus intereses ("sindicalismo 2.0") a nivel europeo y mundial. En paralelo,
un reciente informe de la OIT, de
enero de 2019, advierte de que estas plataformas digitales pueden “recrear prácticas laborales del siglo XIX”
y exigen que los paises aprueben una Garantía Laboral universal, con
derechos mínimos (horarios, salarios y salud laboral) y una protección social
universal.
La Unión Europea no
tiene ninguna legislación comunitaria sobre estas plataformas digitales,
pero en 2016 aprobó una serie de “recomendaciones” muy
interesantes (aunque no se cumplen), en un informe sobre “la economía
colaborativa”: definir un salario mínimo
y un límite de horas máximas de trabajo diarias, asegurar una protección social mínima (desempleo) y seguros de salud para estos
trabajadores digitales, considerar un seguro de responsabilidad por daños a
terceros, regular el control y protección de los datos de los trabajadores y
garantizar que no se les discrimine (por sexo, edad, raza o ideología) en la
utilización de algoritmos y sistemas de evaluación de clientes.
Las propias plataformas
digitales, ante las protestas de sus “no trabajadores” y las condenas de
los Tribunales, también piden una regulación, desde
sus patronales, como ADigital o
Sharing España (que integra 28 plataformas activas). Tratan de adelantarse y
proponen “mayor flexibilidad laboral” para estos trabajos, intentando “orientar” la futura
legislación para conseguir que se considera a sus trabajadores como
autónomos y que se acepte toda la organización del trabajo que conlleva
imposiciones y falta de derechos. Se están jugando un negocio que, sólo en Europa ha duplicado sus operaciones entre 2012 y
2015 y podría multiplicarlas por 20 para 2015, duplicando año tras año sus
ingresos.
En España, el temor a lo que están haciendo estas
plataformas digitales ha conseguido
algo inaudito: que todos los partidos
políticos (PP, PSOE, Ciudadanos y
PDeCAT) se unieran, en junio de 2018, para aprobar en el Congreso un texto conjunto
que pide al Gobierno reformar la legislación laboral para adaptarla a la
economía digital, de acuerdo con sindicatos, patronal y expertos. También piden mayores recursos para la inspección de Trabajo y actuar con ella “para lograr un mercado de trabajo más justo y atajar las conductas que
atenten contra los derechos de los trabajadores y la Seguridad Social”.
Es un buen objetivo,
aunque han pasado 7 meses y no hay medidas, salvo un apartado
dentro del Plan de la Inspección de Trabajo 2019-2022, que se centra en perseguir los “falsos autónomos”, uno de
los instrumentos de fraude laboral de la economía colaborativa. Pero hay que ir
más allá y aprobar una Ley que incluya
reformas en el Estatuto de los Trabajadores, para asegurar a todos los
trabajadores digitales 3 derechos básicos
(contrato, horario y salario) y una adecuada protección social. Y en paralelo,
hay que obligar a estas empresas a
cumplir con la Ley y la normativa de riesgos laborales, en prevención de accidentes y enfermedades (como el estrés laboral, por las rutas y
pedidos que les exigen o el tiempo medio de entrega, sin olvidar el mayor
riesgo de crearles una “gran dependencia” de Internet). Además, hay que
proteger a los proveedores de la economía low cost y hacerles pagar impuestos y cotizaciones como a los demás, para evitar la “competencia desleal”.
Los defensores de la “nueva economía” reiteran que “no se
pueden poner puertas al campo” y que las
viejas normas laborales no valen para las plataformas digitales. Está claro
que la legislación laboral tiene que cambiar con los tiempos, pero hay algo intocable: el trabajo “decente”. La tecnología no puede defender la explotación laboral y la pérdida de
derechos, porque esto es algo “antiguo”, del siglo XIX no del XXI. Sean
“modernos” de verdad .Y no es defendible que alguien se haga millonario
aprovechando el paro o el subempleo de los jóvenes. Hay que aprobar leyes
claras, para que trabajar en la nueva economía no signifique precariedad y explotación. Y los consumidores, debemos saber, cuando
pedimos un libro, un artículo o un apartamento por Internet que quizás contribuimos
a cerrar una librería, una tienda o un hotel. Y a que muchos jóvenes estén
explotados. No es nuestra culpa, pero
colaboramos. Al menos hasta que algún Gobierno, aquí y en Europa, legisle
lo que debe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario