Hasta hace 2 décadas, tener un trabajo permitía a las personas vivir “medianamente bien”: emanciparse, formar una familia, tener una casa o un coche y mantener un ritmo de vida “digno”. Pero la crisis financiera de 2008 trastocó esta “vida tranquila” de la mayoría de trabajadores: muchos perdieron su empleo y otros vieron recortar sus sueldos y sus expectativas vitales, de la mano de los recortes presupuestarios. Y a partir de 2012, con la reforma laboral aprobada por el Gobierno Rajoy, muchas empresas “cambiaron a su personal”, sustituyendo personal mayor por jóvenes peor pagados y con contratos precarios. Y después, la pandemia y la inflación disparada se comieron parte de los sueldos, que apenas habían subido, deteriorando más la calidad de vida de las familias.
Y será clave mejorar
las ayudas a la infancia, porque los hogares con niños son más
proclives a la pobreza. En este sentido, es indignante que la
Ley de Familia siga estancada en el
Congreso (desde febrero en que la envió el Gobierno), porque
pretende asentar las ayudas por hijo (100 euros al mes para hijos menores de 3
años), que el Gobierno quiere ampliar a 200 euros en 2025 (ojo, va a
tenerlo difícil si no consigue aprobar los Presupuestos) y generalizarla en
el futuro para
todos los menores hasta los 6 años.
En resumen, que en pleno siglo XXI, hay 2,5 millones de
españoles que se levantan cada día para trabajar sabiendo que su empleo no les
impide ser pobres y malvivir. Somos un país que crece y crea mucho
empleo, pero a muchos eso no les permite vivir dignamente y tienen
graves problemas para subsistir. Habría que polarizar menos la política y
pactar de una vez un
Plan contra la pobreza, que es una vergüenza social y un
cáncer para la economía. Contratos y salarios dignos, alquileres y precios
asumibles y ayudas para los que se quedan atrás, esos casi 10 millones de
españoles pobres, una cuarta parte trabajando.