El nacionalismo es
un sentimiento atractivo para muchos jóvenes catalanes, pero su origen está en los intereses económicos de una burguesía
que, desde el siglo XIX hasta hoy, defiende
privilegios frente a España. Y en los 30
años que los nacionalistas han gobernado Cataluña, prefirieron pactar (con Aznar y González) y luego
defender un “pacto fiscal” a la vasca:
sólo desde hace 5 años son
independentistas. Pero ahora, una economía globalizada hace que una Cataluña independiente sea “un mal
negocio”: los catalanes vivirían peor
durante generaciones. Y también los demás
españoles. Les guste o no, el independentismo no es moderno ni
progresista ni económicamente viable. Si no se frena, Cataluña perderá
empresas, comercio, turistas, riqueza y empleo. Habrá que buscar soluciones también en la economía y en la
financiación, pero sin que Cataluña
consiga privilegios. Porque sigue habiendo 2 Españas, más alejadas hoy que hace 30 años. Arreglarlo pasa por
la solidaridad de la España rica (Cataluña) con la pobre. Eso sí es innegociable.
“La pela es la pela”.
La economía tiene mucho que ver con
la relación y los desencuentros históricos
de Cataluña y el resto de España. Empezando porque la peseta (del
catalán peceta, diminutivo de peça), la moneda española desde 1868
hasta el 2001, se acuñó por primera vez en Barcelona en 1808. Ya durante todo
el siglo XIX y primera parte del XX,
la burguesía catalana se peleó con los distintos gobiernos de España para
defender su industria y su comercio de ultramar, a golpe de aranceles (impuestos a los productos extranjeros), que hicieron
que el resto de España pagara más caros los textiles catalanes (o los metales
vascos). Y esa misma burguesía catalana se echó en brazos de Primo de Rivera
para que su dictadura (1923-1930) asegurara la paz laboral en sus empresas y los aranceles más
altos de Europa. Durante los primeros años de la guerra civil, el nacionalismo
catalán fue una rémora para la República y luego se desdibujó durante la larga dictadura franquista, sin dejar de hacer negocios. En 1959,
Jordi Pujol fundó Banca Catalana y su
fiasco en 1982 provocó el primer gran
rescate bancario: nos costó 2.000 millones de euros a todos los españoles.
Con la democracia,
el nacionalismo catalán llegó al poder
durante 30 años y en ese periodo asentó su ideología (básicamente
económica) gracias al poder de las instituciones, los medios de comunicación
públicos y la enseñanza (la lengua y la historia). Y defendió sus intereses “colaborando”
sin pudor con los gobiernos de España. En junio de 1993, Ciu apoyó la investidura de Felipe González,
a cambio de quedarse con el 15% del IRPF, más transferencias e
infraestructuras. Y en mayo de 1996 apoyó la presidencia de Aznar (que “hablaba catalán en la intimidad”), a
cambio del 30% del IRPF y más prebendas. En 2002, Artur Mas dice en un libro autobiográfico que apuesta “por
la España plurinacional”. Y, tras el Estatuto
de Autonomía de 2006, se reconoce como “un
nacionalista tolerante y moderno pero integrado en el conjunto de España”.
Pero como siempre, los nacionalistas quieren más y plantean, ya en 2012 y a Rajoy, el “pacto fiscal”: ser como el País Vasco, recaudar todos los impuestos y
luego pagar al Estado central por los servicios que presta.
Pero Rajoy dice no.
Y antes, lleva al Constitucional el
Estatuto de autonomía catalán aceptado por ZP y la mayoría del Congreso, que es
descafeinado por el alto Tribunal. A partir de estos dos rechazos, Mas y el nacionalismo catalán se radicalizan. Pero en octubre de 2012, todavía Mas decía: “No nos conviene plantear las
cosas en términos de independencia total, ya que desapareceríamos de Europa y
del euro”. En las elecciones de noviembre de 2012, Ciu se da un batacazo y
tiene que gobernar con Esquerra
(ERC), que impuso un referéndum para 2014. Y en las elecciones de 2015, Ciu
vuelve a darse otro batacazo y necesitó para gobernar a otro grupo
independentista radical, la
CUP, unos anticapitalistas que apoyan a Puigdemont, a pesar de que los
nacionalistas son la derecha más clásica: con Ciu en el poder, Cataluña
ha sido la autonomía que ha hecho más recortes
(un 20% del gasto desde 2010) y donde se han dado más casos de corrupción
política (con el 3% de “mordida”
para financiarse CiU).
A partir de aquí, el
nacionalismo catalán se radicaliza y se
multiplica en la calle, no por casualidad sino con la ayuda de dos poderosas organizaciones “ciudadanas”, financiadas por la
Generalitat, Esquerra y la burguesía catalana: Ómnium Cultural (creada en 1961 por empresarios
nacionalistas) y Asamblea Nacional de Cataluña (próxima a Esquerra y presidida hasta 2015 por
Carme Forcadell, ahora presidenta del Parlament), las dos muy protagonistas del
referéndum ilegal del 1-0 y de todas las acciones en la calle, con la ayuda de la CUP (unos anarquistas de nuevo cuño, extrañamente unidos a la burguesía catalana).
Todos tratan de aprovechar una cierta “oleada de nacionalismo”, que ha prendido entre la juventud y en muchos catalanes, al
calor de la manipulación histórica y sin tener en cuenta que el nacionalismo no ha servido estos años
para mejorar la vida de los catalanes, de lo que “culpan a España”.
Su argumento es que “España nos roba”: Cataluña pierde
16.000 millones y si fuéramos
independientes, podríamos vivir como Dinamarca. No es verdad, como demuestra José Borrell en su libro “Las cuentas y los cuentos de la independencia”. El sistema de financiación actual es mejorable, pero busca que las
autonomías más ricas paguen más que las pobres. Y así, Cataluña tiene un saldo negativo de -9.892 millones (2014), el 5%
de su PIB, según las balanzas fiscales elaboradas por Fedea.. Pero hay también otras 3 autonomías con saldos
fiscales negativos: Madrid (-19.205 millones,
el 9,2% de su PIB), Baleares (-1.516 millones, el 6,3% PIB) y la Comunidad
Valenciana (-1.735 millones, el 2,1% PIB). Y no piden independizarse, sino que cambie el sistema de financiación. Lo que no dicen tampoco los independentistas es que Cataluña es una de las regiones del mundo con más autonomía, tanto en competencias asumidas como en autonomía fiscal: recauda el 23,1% de sus ingresos, más que los Länder alemanes (21,3%) o los Estados en USA (20,9%).
La gran mentira del nacionalismo es que en una Cataluña independiente se
viviría mejor. Y aquí aparece otra vez la economía: la independencia
de Cataluña es “un mal negocio” para los catalanes (y para el resto de España). Ya se
ha empezado a ver, con la fuga de unas 1.200 empresas y bancos desde el 1-0, la pérdida de turistas (-15%, según Exceltur), la caída en las ventas de coches
(entre el 30 y el 40%) y en comercios
(-20%ventas grandes superficies). Y no es porque presione el Gobierno de España,
sino porque las empresas y los bancos buscan estabilidad y seguridad, saben que la independencia les resta
posibilidades de vender y crecer y les deja sin el paraguas europeo. El
problema es que ahora se van las sedes, pero si el conflicto se enquista, se
pueden ir las factorías y el empleo. La
ruina.
El problema de fondo
es que, con Europa y la globalización, una
Cataluña independiente no es viable económicamente. Esa es la realidad que no ven los
independentistas de buena fe. Y eso, básicamente, porque si se declara independiente, Cataluña quedaría fuera de la Unión Europea. Lo han dicho una y otra vez los
dirigentes europeos (la última vez, en la reciente Cumbre europea), pero además está
escrito en un dictamen del 12 de
abril de 2013 del Comité de las regiones de la UE (ver aquí punto 64): si una región europea obtuviese la independencia, “tendría que solicitar su adhesión como nuevo
miembro de la UE y requeriría un acuerdo unánime”. Que no aprobaría España, ni tampoco paises con problemas nacionalistas, como Francia,
Italia o Reino Unido. En Europa hay 200
lenguas diferentes y como ha dicho el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, “bastante difícil es gobernar una Unión a 28
como para hacerlo con 98 países”.
Y quedar fuera de Europa y del euro sería un drama económico para Cataluña.
Primero, porque el gobierno catalán tendría que poner en marcha un “corralito”,
como en Grecia, impidiendo que los catalanes saquen su dinero de los bancos,
para evitar una fuga masiva de capitales, dado que los depósitos ya no estarían protegidos por el BCE (que
tampoco financiaría a los bancos con
sede en Cataluña: por eso se han ido). Luego, tendría que crear una nueva moneda (ni el
BCE ni Bruselas les dejarían usar el euro, como permiten a Andorra, Mónaco o Kosovo, por el mayor tamaño de Cataluña), que se devaluaría automáticamente para poder competir, disparando la inflación. Y todos los productos catalanes se encarecerían, al tener que pagar un arancel (un 5,7%) para venderlos en el resto de España y
de Europa, lo que reduciría las ventas de las empresas catalanas y su empleo.
Pero hay más. Cataluña perdería
los fondos europeos (1.400 millones de euros previstos para 2014-2020) y
las inversiones del Banco Europeo de
inversiones (BEI). Y gran parte de impuestos, que las
empresas fugadas pagarían al Gobierno español, que ya no les cedería la mitad
del IRPF y otros ingresos. Además, Cataluña tendría que hacer frente a su deuda (75.443 millones de euros en 2017), sin
recibir financiación ni ayuda de España como ahora (desde 2012, Cataluña ha recibido más de 70.000 millones de euros en préstamos de la Hacienda
española, el FLA), lo que estrangularía sus cuentas, con graves
problemas para financiarse en los
mercados. Y los pensionistas
tendrían problemas para cobrar sus pensiones, ya que Cataluña debería afrontar
sola el déficit que tiene la Seguridad Social allí (-4.963 millones) y que hoy se cubre con la hucha
de las pensiones y el Presupuesto español.
Se mire como se mire, la
independencia es “un mal negocio” para Cataluña. Y también para el resto de España: perderíamos el 19% de la economía, la más dinámica, la que más
exporta y crea más empleo. Ya nos está afectando, porque hay inversores europeos y norteamericanos preocupados por la situación en España debido al
“problema catalán”. Y más cuando Rajoy no consigue apoyos para presentar el Presupuesto 2018, lo que ha obligado
a prorrogar el Presupuesto 2017. Además, la tensión con Cataluña ya provoca que al Tesoro español le cueste más financiarse, colocar la deuda pública: un sobrecoste de 23 millones de euros en la última subasta del jueves. El Gobierno cree que esta incertidumbre política nos restará crecimiento en 2018 (-0,3% del PIB), lo que se traducirá
también en menos empleo (el 30% del total se crea en Cataluña). Y si la
situación se enquista, España podría crecer hasta 1,2% menos en 2018 (la mitad
del 2,3% previsto), según la Autoridad Fiscal (AIReF).
La recuperación
económica está en peligro por la crisis en Cataluña. Sobre
todo porque la independencia sería un suicidio económico, para Cataluña y
para toda España. Por si alguien lo dudaba, lo que ha pasado sólo en
octubre lo demuestra. Y lo peor está por venir: empresas que cambian sus factorías (¿Seat?),
turistas que dejan de venir, inversiones que no cuajan, boicot a productos catalanes… Antes o después, algún catalán
se quedará sin trabajo por el independentismo, por un nacionalismo que
es una ideología caduca y reaccionaria, que defiende los privilegios de los más
ricos (“pagar menos a España y que andaluces y extremeños se las apañen…”). Como los aranceles del siglo XIX pero ahora
son los impuestos, el “pacto fiscal”. Algo que no acaban de ver los miles de jóvenes que sueñan con la independencia, un sentimiento que puede ser atractivo pero
que choca con un mundo abierto y sin fronteras. Y que, de aplicarse, supondría que los catalanes serían más pobres en varias generaciones. Y lo sufrirían los de siempre: los trabajadores, los parados y los pensionistas, no la burguesía nacionalista.
Algo hay que hacer, pero todo apunta a que aplicar el artículo 155 de la Constitución es un parche obligado que no
soluciona el problema, que va a enquistarse, quizás meses.
Hasta que una mayoría clara de catalanes comprenda que la independencia es una
mala salida y exija elecciones (¿en enero?) y otro Gobierno. Y
entonces, habrá que negociar una salida, con medidas políticas, pero sobre todo económicas:
qué nivel de ingresos va a tener Cataluña
y cuánto va a aportar al resto del Estado. Porque esta pelea no puede traducirse en más privilegios, como ETA trajo el cupo vasco. Porque
hay una realidad: Cataluña lleva 2 siglos entre las regiones más ricas, mientras Extremadura, Andalucía y Canarias
llevan los últimos 40 años de democracia (y antes, varios siglos) siendo las más pobres : 12.660 euros de renta por persona en Cataluña en 2016 (y 14.345 euros en el País Vasco), un tercio más que los 8.398 euros en Andalucía, 8.674 de Extremadura y 8.702 de Canarias, según el INE. Y esas históricas diferencias de renta por persona sólo pueden resolverse con solidaridad
fiscal, pagando más los que más tienen (aunque le pese a la burguesía
catalana y a los que arrastran detrás).
Así que reforma de la
Constitución sí, reforma de la financiación autonómica también, pero no para legalizar situaciones de privilegio, sino para conseguir una España menos desigual y más justa, donde la calidad de la educación, la sanidad, las ayudas a los pobres y
dependientes, las infraestructuras o el empleo no dependan de dónde uno vive, como pasa ahora. Eso es lo que apoyan la
mayoría de españoles, cuyo “derecho a
decidir” debería estar por encima del “derecho a decidir” de una parte de
España. O del chantaje de sus líderes nacionalistas, como tantas veces en
nuestra historia. Hay que aprovechar el problema de Cataluña para configurar una España más integrada y menos desigual.
Acabar de una vez con las dos Españas. Esto no es negociable.
Excelente trabajo, Javier. Debería ser de lectura obligatoria en las universidades catalanas y meterlo en las mentes independentistas, comenzando por el trío Puigdemont, Junqueras y Forcadell. Gonzalo
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