Hace años que algunos denuncian que muchas empresas fabrican productos para que se rompan al cabo de unos
años y así poder vendernos otros nuevos. Es lo que se llama “obsolescencia programada”.
Pero a la mayoría no le ha preocupado mucho, hasta que ha afectado a los “sacrosantos”
móviles, cuando se ha detectado que
Apple reduce adrede la potencia de sus iPhone con el paso del tiempo. Entonces
ha saltado la denuncia en Francia y
la Comisión Europea promete
investigar, aunque hasta ahora no ha
querido aprobar una Directiva contra la obsolescencia, que nos
cuesta 60.000 euros a
cada consumidor y multiplica los residuos, sobre todo de artículos
electrónicos. Es hora de aprobar normas para prohibir esta mala práctica, que
es “un
engaño organizado” y nos hace consumir más. Hay que fomentar la reparación de aparatos frente a las
modas de “ir a la última” y “cambiar por cambiar”. Alarguemos la vida de las
cosas. No a la cultura del “usar y tirar”.
La “obsolescencia programada” es una estrategia empresarial por la que el fabricante de un producto o una máquina planifica su vida útil, fabricándola de tal manera que tenga fecha de caducidad, que no dure más de un tiempo o unos usos determinados, gracias a un chip o un software que se instala para ello. Y al cabo de ese tiempo, que a veces coincide con la garantía (2-5 años), el aparato se estropea. Y si el consumidor intenta arreglarlo, se encuentra con que no hay ya piezas o que resulta casi más costoso repararlo que comprar uno nuevo. Y en consecuencia, el aparato va a la basura y compramos otro, muchas veces peor y más caro.
enrique ortega |
La “obsolescencia programada” es una estrategia empresarial por la que el fabricante de un producto o una máquina planifica su vida útil, fabricándola de tal manera que tenga fecha de caducidad, que no dure más de un tiempo o unos usos determinados, gracias a un chip o un software que se instala para ello. Y al cabo de ese tiempo, que a veces coincide con la garantía (2-5 años), el aparato se estropea. Y si el consumidor intenta arreglarlo, se encuentra con que no hay ya piezas o que resulta casi más costoso repararlo que comprar uno nuevo. Y en consecuencia, el aparato va a la basura y compramos otro, muchas veces peor y más caro.
El origen de esta “práctica empresarial” se
remonta a 1924, cuando los fabricantes de bombillas de EEUU y
Europa (entre ellos General Electric y Phillips) alcanzaron un acuerdo para que
ninguna bombilla durara más de 1.000
horas, frente a las 2.500 horas que solían tener de vida. Además de este
“cartel” (llamado Phoebus), otros sectores empresariales (electrodomésticos,
electrónica de consumo…) pactaron acuerdos similares y en los años 30, esta política, que favorecía el consumo, se vio
como “una receta contra la Gran Depresión”. Ya en los años 50 y 60, el auge de la publicidad trajo consigo otro tipo de obsolescencia, la llamada
“obsolescencia percibida”: fomentar en el consumidor un deseo de “poseer cosas
nuevas”, de “comprar lo último”,
desde ropa a electrodomésticos o coches, empujados por los fabricantes,
dedicados a lanzar cada año “novedades”
con mínimos cambios.
Hay múltiples ejemplos y pruebas de esta “obsolescencia programada”, como puede verse en el interesante documental “Comprar, tirar, comprar”. Una “mala práctica” empresarial que
tiene 3 graves consecuencias. La primera y más evidente, que nos hace gastar más, porque la
lavadora, la impresora o el móvil duran menos de lo que deberían. En total, cada
consumidor gasta a lo largo de su vida 60.000 euros de más por la obsolescencia programada, según estima la
Fundación Energía e Innovación Sostenible sin Obsolescencia Programada (Feniss). La segunda, que dispara el consumo de energía y materias primas, en España y en el
mundo, agotando progresivamente los recursos disponibles (finitos) y favoreciendo el Cambio Climático. Y la
tercera, que la “obsolescencia programada” aumenta los residuos, sobre todo la
“basura electrónica”, estimada ya en 65,4 millones de toneladas, según un estudio de UNU, la Universidad de la ONU. Y además, el 75% de esta basura electrónica generada por Occidente acaba en los
vertederos de África y Asia: Ghana, por ejemplo,
recibe 400.000 monitores de ordenador cada mes. Y no sólo crecen los vertederos
sino la
contaminación: un móvil
tiene hasta 40 elementos contaminantes al desecharlo. Y un microondas contamina la atmósfera cientos de años.
Así que la “obsolescencia programada” es culpable de que
gastemos más innecesariamente, de
que agotemos y contaminemos el Planeta
y de que lo sufra más el Tercer Mundo,
no sólo porque trabajan mucho y mal pagado para fabricar nuestros móviles o TV sino
que encima se los enviamos como basura peligrosa cuando ya no nos sirven.
¿Dónde se utiliza más la obsolescencia programada? Hay 10 aparatos vinculados a nuestra vida
cotidiana que son los más afectados
por estas “triquiñuelas empresariales”, según un estudio de Feniss: los móviles (la
edad media de las baterías es de 20 meses, según un estudio del Centro Europeo
del Consumidor), la lavadora (la
duración media son 10 años o 2.500 lavados: el 80% incorporan cubetas de
plástico que no duran más), el microondas
(duran como máximo 9 años), el frigorífico
(13 años de vida media), el horno (hasta 15 años, pero normalmente menos), los radiadores eléctricos (11 años de vida
útil), el lavavajillas (entre 11 y
13 años de vida útil, menos si cuenta con un panel electrónico, porque suelen
sufrir un cortocircuito), reproductor
musical mp3 o iPod (funcionan entre 3 y 4 años), impresoras (las de tinta funcionan 3 años y las láser 10 años o
más: utilizan un chip contador de copias y al llegar a un determinado número,
dejan de funcionar…) y el ordenador
personal (a los 3 años, la batería, el disco duro o las aplicaciones se han
quedado obsoletas). Y no olvidemos la
televisión (los actuales aparatos de plasma no duran más de 10 años,
mientras los antiguos TV, con tubos catódicos, podían duran 15 años).
En todos los casos, cuando
el aparato falla e intentamos repararlo, la respuesta es doble: o bien no hay ya piezas de repuesto o
si las hay, hay que cambiar una buena parte del aparato (no hay despiece) y
entre el material y la mano de obra del servicio de asistencia (oficial, el
único que puede hacerlo) nos sale muy
caro. “Le compensa más comprar uno nuevo”. Y así, llamamos para que el
aparato vaya al desguace y compramos otro, más caro que el que teníamos y
probablemente peor (“ya no se hacen estas lavadoras”, me comentaba hace poco un
técnico). Y así, la obsolescencia
programada tira del consumo y de la economía, pero también de nuestros
bolsillos, de los recursos escasos y de
los residuos contaminantes.
Lo grave es que los consumidores
estamos “indefensos” en manos de las
marcas. Según un estudio de Greenpeace e iFixit sobre 17
grandes marcas, Apple, Samsung y
Microsoft, tan presentes en nuestras vidas, son las empresas con artículos
electrónicos que tienen un “índice de reparabilidad” más bajo en sus móviles, tabletas y
portátiles. El escándalo ha saltado ahora con Apple, que
en diciembre 2017 se vio obligada a reconocer que reduce adrede la potencia de sus iPhone con el paso del tiempo: sus
terminales iPhone 6,6s, SE y 7 tienen instalado un algoritmo que ralentiza su
rendimiento cuando el procesador alcanza picos de potencia para evitar que el
teléfono se apague de manera repentina. Y, según Feniss, todos los fabricantes de
móviles practican la “obsolescencia programada”.
A raíz de este problema, se ha abierto una investigación en Francia, mientras la Comisión Europea “se apunta al tema”, aunque recuerda que son los países los que deben
vigilar estas prácticas. Ya antes, en septiembre de 2017, se produjo en Francia
la primera denuncia por “obsolescencia programada”, presentada por la
asociación HOP (siglas de “alto a la obsolescencia programada”, en francés) contra las multinacionales HP, Canon,
Brother y Epson, sobre la base de un informe que demostraba dos fraudes: uno, que al cabo de determinado número de copias
(controladas por un chip instalado), las impresoras dejan de funcionar; y el
otro, que las máquinas envían información errónea señalando que se ha acabado
el cartucho (y la impresora deja de funcionar), cuando en realidad todavía
queda tinta (más cara que el Chanel
nº 5: a más de 2.000 euros el litro de tinta). Y encima, los fabricantes instalan
un software para que no se puedan usar más cartuchos que los de la marca.
En Francia se han
podido presentar estas denuncias, ahora contra Apple por el iPhone y antes
contra los fabricantes de impresoras, porque es el único país europeo que ha aprobado una Ley contra la
obsolescencia programada, la Ley Hamon de 17 de marzo de 2014. Quienes infrinjan esta Ley pueden ser
castigados con 2 años de cárcel y multas de hasta 300.000 euros, más sanciones
de hasta un 3% de las ventas. Pero otros países no han seguido el ejemplo
francés, aunque el Parlamento europeo aprobó por
abrumadora mayoría (662 votos a favor, 32 en contra y 2 abstenciones), en julio
de 2017, un informe que pedía a la Comisión Europea un nuevo marco
normativo donde se definiera “un periodo razonable de uso” para los
productos. Pero Bruselas no ha aprobado ninguna normativa contra la
“obsolescencia programada”, salvo preparar un
Plan para promover la "economía circular" donde defiende “el reciclado y la
reparación”. Pero no se atreve contra las “artimañas” de las poderosas
multinacionales, claramente demostradas en impresoras y móviles.
En España, la
Comisión del Congreso para el Estudio del Cambio Climático aprobó por
unanimidad, en marzo de 2017, una proposición no de ley que instaba al Gobierno a “poner
en marcha acciones contra la obsolescencia programada en el marco de la normativa europea” (aún
inexistente). Y planteaba la necesidad de prohibirla,
alargar garantías, favorecer la compra pública responsable y medidas efectivas
para reducir los residuos, planteando la necesidad de apoyar a las empresas de
reparación, reutilización y reciclaje de vehículos. Es un buen punto de partida
pero hoy, un año después, no hay ninguna Ley y el proyecto está parado en la montaña de reformas
paralizadas en el Parlamento.
Mientras, la “obsolescencia programada” sigue
inutilizando aparatos cada día, a
costa de nuestro bolsillo y el medio ambiente. Urge tomar medidas y la Fundación Feniss plantea en su web
algunas de las más necesarias: aumentar
los periodos de garantía (de 2 a 5 años), acabar con el monopolio de reparaciones por marcas (apoyando a los
reparadores independientes), aumentar la disponibilidad de piezas de recambio a precios asequibles, bajar el IVA de las reparaciones (del 21% actual al 10%: para ello, la ONG "Amigos de la Tierra" ha lanzado la campaña “#semerecenUn10”) y crear una
etiqueta europea para “artículos fáciles
de reparar”. De momento, Feniss se ha anticipado y ofrece el sello ISOOP (innovación sostenible sin obsolescencia
programada) a las empresas que tengan un comportamiento responsable. De
momento, sólo le han concedido este sello sostenible a 15 empresas (ver listado), ninguna
importante salvo Casio.
En paralelo, la Fundación Feniss hace varias recomendaciones a los consumidores, para que luchemos contra el “fraude de la
obsolescencia programada” mientras los políticos aprueban alguna norma: no tirar y reparar lo que se estropea (la
ONG Amigos de laTierra difunde un listado de tiendas de reparación
multimarcas y Feniss da consejos online para aprender a reparar uno mismo), practicar un consumo
responsable, comprar más artículos
de segunda mano, reciclar lo que
se pueda y compartir información
sobre la “obsolescencia programada”, para que más gente esté informada cada día
(difunda este blog).
Vivimos en un mundo
de consumo imparable que se aproxima al colapso
por falta de energía y materias primas a medio plazo y por el deterioro del
medio ambiente. Por eso, cada vez se habla más de un “crecimiento sostenible”, un objetivo que pasa por acabar con prácticas fraudulentas como la “obsolescencia programada”,
que ahora ha saltado con los móviles pero que rodea toda nuestra vida desde
hace décadas. Hay que acabar con ella. Se puede y se debe fabricar y consumir de
otra manera. No a la cultura de “usar
y tirar”.
Esto de la obsolescencia programada tiene una versión muy importante por el costo que supone para el usuario en los coches donde te programan desde averías a todo lo imaginable.En los años 50 la GMC ya produjo coches eléctricos que cedió pero "sin venderlos" a figuras importantes del cine y los deportes para estudiar su comportamiento y al cabo de unos pocos años los retiró todos del mercado apilándolos en desguaces como inservibles para chatarra. E defecto era que apenas tenían averías y sobre todo no consumían petroleo.
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